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Arquitectura: José Villagrán García, Maestro de la Arquitectura Moderna en México
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Arquitectura: José Villagrán García, Maestro de la Arquitectura Moderna en México
Esta posición, tan sobresaliente y encomiable a la vez, fue convalidada por las sucesivas generaciones de profesionales que emergieron de la Escuela Nacional de Arquitectura a partir de 1924, año en que se inicia como profesor de composición a petición expresa de alumnos, entre los cuales se encontraban Enrique del Moral, Mauricio Campos, Marcia Gutiérrez Camarena y Francisco Arce, quienes encontraron en sus orientaciones el hilo conductor que les habría de permitir asumir la responsabilidad de llevar a cabo radicalmente la nueva arquitectura exigida por el México de los años 20.
Para aquilatar en toda su profundidad la aportación orientadora que la labor de Villagrán dio a los jóvenes arquitectos del segundo cuarto del siglo, es imprescindible tener en cuenta que la Revolución trastocó sustancialmente las condiciones materiales en que, a partir de ella, se iba a realizar la arquitectura, al poner a la orden del día la solución de los problemas masivos derivados de las reivindicaciones exigidas por las grandes masas trabajadoras del país. Si decimos que la irrupción de las exigencias de las clases depauperadas nunca antes habían sido contempladas o previstas por sector o clase alguna del país, tal vez nos acerquemos a expresar la magnitud del cambio.
Los arquitectos estaban acostumbrados a llevar a cabo grandes mansiones urbanas o solariegas de la vieja oligarquía terrateniente o de la nueva burguesía comercial e industrial. Fuera de estas obras, que sin lugar a dudas constituyeron el grueso de su producción arquitectónica, únicamente proyectaron y construyeron unos cuantos edificios gubernamentales y muchos menos de carácter comercial. Aparte de estas mansiones que les eran muy disputadas por todas las clases de "ingenierías", los arquitectos únicamente habían propugnado el embellecimiento de la ciudad y rescatado para ellos la asignación de todos los proyectos gubernamentales cuya proliferación imaginaron muy cercana a partir de los concursos que se habían convocado para construir el Teatro Nacional o el Palacio Legislativo. Si algo atrajo su atención, además de los dos aspectos ya indicados, fue la controversia no muy acendrada, por cierto, acerca de la procedencia de una orientación nacionalista dentro de la arquitectura.
Los pabellones con los que México participó en las exposiciones internacionales de 1889 y 1900, por ejemplo, así como, en la de Sevilla, en 1926, fueron prototipos de eclecticismo nacionalista. El nacionalismo indigenista y el neocolonial se disputaban la aquíescencia social ostentándose, cada uno de ellos, como el cabal y auténtico proseguidor de nuestra tradición cultural.
Como esta orientación nacionalista tan elementalmente asumida no encontraba campo propicio para desenvolverse, fuera de las escasas solicitudes gubernamentales motivadas por algún evento internacional, lo más a que dio lugar fueron las reflexiones que sobre el mismo tema llevaron a cabo dos destacados miembros del Ateneo de la juventud: José Vasconcelos y Pedro Henríquez Ureña, quienes plantearon en las postrimerías del porfirismo la posibilidad de erigir una arquitectura nacional no tanto a partir de las formas específicas de la arquitectura colonial, sino del empleo de los materiales tradicionales tales como la chiluca y el tezontle. Sólo dos voces, aisladas entre sí, se levantaron para proponer algunos criterios a partir de los cuales ubicarse ante la arquitectura del futuro.
Una fue la del ingeniero Alberto J. Pani, quien retomando un problema que no había encontrado solución en México a lo largo de siglos, hizo ver la importancia de la salubridad y de la higiene respectiva en las casas habitación de las clases pobres, principalmente, sin dejar de apuntar las consecuencias de dicha higiene en el programa general arquitectónico, así como en el criterio proyectual. La otra voz fue la del arquitecto Jesús T.Acevedo, miembro también del Ateneo, quien destacó el papel preponderante que los dos principales materiales de construcción, el acero y el concreto, iban a tener en el futuro de la arquitectura moderna, incomprensible sin ellos. Sin embargo, sea porque hicieron sus recomendaciones en el curso mismo de la fase armada de la Revolución, en 1916 y 1914, respectivamente, o sea porque Pani no resistió o por la prematura muerte de Acevedo, estas opiniones no encontraron mayor eco entre los arquitectos y, es más, todavía en el presente siguen sin encontrar pleno reconocimiento a su indiscutible papel de visionarios. Así pues, los arquitectos estaban completamente desarmados para enfrentarse fructíferamente a las exigencias arquitectónicas suscritas por las grandes masas; y si algo tenían en su haber, era una larga estadía en el eclecticismo estilístico de todo tipo: desde el neoclásico hasta el indigenista, pasando por el art noveau y alguna esporádica incursión en formas "exóticas", como más tarde las titularía Villagrán.
¿Cómo superar el eclecticismo arquitectónico y al mismo tiempo preparar a los arquitectos a las nuevas tareas que los solicitaban? Para Villagránosólo había un camino posible: exhumar la teoría de la arquitectura, revalorarla dentro del herramental profesional, anclarse en la esencia de la arquitectura ahí estudiada y, a partir de todo ello, dar a luz a la arquitectura que el país necesita: "esto que hicieron en el Renacimiento en el siglo XVII, es lo que tenemos nosotros que hacer. Ni neoclásico ni neocolonial; debemos buscar lo que nuestros problemas actuales nos exigen". ¿Cómo era posible esto? ¿Por qué podía Villagrán confiarle a la teoría de la arquitectura un papel a tal punto sobresaliente y decisivo en la reorientación de la práctica profesional?
La teoría de la arquitectura, desde sus remotos orígenes en el enigmático Vitruvio Polión, ha sostenido algunas tesis con el carácter de principios arquitectónicos, es decir, con el de piedras ancilares e inconmovibles de la arquitectura, a tal punto inherentes a ella que la más mínima desatención hacia cualquiera de ellas conlleva el riesgo inminente de no realizar una obra de auténtica arquitectura y derivar hacia la ingeniería o hacia la escultura. Uno de estos principios fundamentales es el que establece la obligada y consciente dependencia de la obra de arquitectura respecto de un momento histórico, de su localidad geográfica, de las condiciones climáticas, de la cultura local o regional y del uso específico que se le vaya a dar a los espacios solicitados. Estas exigencias insoslayables para la obra arquitectónica fueron resumidas desde aquellos tiempos en apotegmas teóricos que, en mucho, tenían el carácter de consignas doctrinarias: toda obra de arquitectura debe ser sólida, útil y bella. Sólo en la realización simultánea de dichas cualidades, a las que más tarde Villagrán ubicaría correctamente como valores únicamente en su encrucijada, se encontraba la arquitectura.
Estos principios son los que había respetado la gran arquitectura de todos los tiempos. La teoría de la arquitectura los había extraído del análisis de las obras mismas y en todos los casos se mostraban extraordinariamente prolíficos generadores e impulsores del talento compositivo y creativo de los arquitectos, mismos que habían sabido aplicarlos a cada caso concreto, particularizándolos, conectándolos con las circunstancias específicas en los cuales se encontraba cada uno de ellos y, en consecuencia, vivificándoles constantemente. Por tanto, era necesario retomarlos, extraerlos de la teoría, hacer ver hasta qué punto su desacato es lo que explicaba, justamente, el eclecticismo en que habían incurrido todos sus maestros, los arquitectos porfiristas. El pasado era un pasado de desorientación a consecuencia de una subestimación de la teoría arquitectónica. Es por ello que Villagrán convocó a todos sus alumnos y compañeros a hacer congruente la teoría explicada en las aulas de clase con la práctica profesional. Había en toda la arquitectura precedente un divorcio entre ambos elementos. De ahí derivaba toda la incongruencia que podía apreciarse entre la arquitectura que necesitaba un pueblo carente de recursos, que tenía necesidades insatisfechas por décadas, por siglos, y las obras y los estilos con que los arquitectos respondían a esos llamados.
En razón de ese inmediato pasado en que todos los estilos fueron petrificados y desnaturalizados al repetírselas indiscriminadamente sin parar mientes en la discordancia que había entre la cultura en que habían emergido y ésta, la nuestra, tan distante en el tiempo y en sus determinaciones culturales; en razón de que tal situación se apreciaba no únicamente en México sino que respondía a toda una etapa atinadamente calificada como "eclecticismo", los grandes teóricos franceses habían concebido otro principio arquitectónico conocido como el de la "sinceridad" arquitectónica, que pretendía no únicamente reafirmar la correspondencia entre las obras de arquitectura respecto de su tiempo histórico, no sólo enfatizar esa historicidad de toda obra arquitectónica, sino, al mismo tiempo, llevar dicha correspondencia a sus últimas consecuencias; es decir, hacerla hegemónica en todas y cada una de las partes o de los elementos arquitectónicos a fin de que la apariencia de la obra, su fachada, formara una unidad con su estructura resistente, y ésta con los usos y funciones humanos que se iba a desarrollar en sus espacios cubiertos. En el mismo. sentido, la sinceridad arquitectónica obligaba a usar los materiales con los procedimientos constructivos que les eran más propios y, al mismo tiempo, manifestar a ambos con plena sinceridad en el exterior. Como se ve, la teoría de la arquitectura procuraba la más cabal correspondencia, homogeneidad y congruencia del conjunto de la obra con cada una de sus partes. ¿Existe principio artístico de más abolengo que aquel que sostiene que toda obra de arte nos lleva a la armanía, es decir, a la concreción de la unidad de las partes y el todo?.
Éstas eran algunas de las tesis teóricas que se mostraron más fecundas para hacer germinar a la nueva arquitectura, la propia, la nacional, la moderna; eran conceptos y categorías que, además, mostraban su indisoluble imbricación. Villagrán había aprendido estas tesis de sus profesores, con quienes habían estudiado a Guadet, por ejemplo, el maestro francés en cuya teoría de la arquitectura estaban expuestos estos conceptos.
En sus clases de teoría de la arquitectura, en 1926, lo que importaba era encontrar la forma de hacer los conocimientos aplicables. Eran las mediaciones entre los grandes postulados y su instrumentación lo que con toda evidencia no habían podido encontrar los arquitectos porfiristas, quienes conocían a Guadet tan bien como el propio Villagrán. El problema, pues, se centraba en la posible aplicabilidad de aquellos inmutables principios a fin de que fecundaran la nueva arquitectura y no permanecieran estériles.
Villagrán encontró que en la propia teoría se hallaba el puente entre los principios y la práctica profesional concreta en un momento dado; para lograr una arquitectura útil y sólida, a la vez que estética, y cuyos elementos se trataran con sinceridad, era necesario partir del conocimiento profundo de nuestra situación nacional. Los arquitectos no podían resolver el problema socialmente hablando si desconocían las necesidades de nuestro pueblo. ¿Cómo resolver un problema si se le desconoce? En consecuencia, la arquitectura debía reivindicar la utilidad como uno de sus valores propios, pero ¿cómo hacerlo cuando se desconocía a qué grupos sociales iba a satisfacer, sus condiciones económicas, ideológicas, culturales, sus hábitos y costumbres?
En en el año de 1925 se le encomendó a Villagrán el proyecto de la llamada Granja Sanitaria, a la vez que el del Instituto de Higiene. Se trataba de contar con los espacios adecuados para elaborar la vacuna antivarilosa. Para ello, la granja necesitaba de establos para la inoculación de los animales, así como depósitos de forrajes, baños para los animales y los laboratorios correspondientes. Pero ¿qué pasó al momento de iniciar el proyecto?; ¿contaban los médicos con el programa arquitectónico? Dicho de otra forma, ¿sabían qué espacios necesitaba el instituto y cuáles eran las finalidades de cada uno de ellos a fin de que el arquitecto pudiera complementarlas todas? Nada de eso. Según se lee en la memoria respectiva: "se presentaron dificultades de carácter técnico debido a la falta de un programa de funcionamiento que permitiera deducir las condiciones arquitectónicas del edificio".
Así pues, lo que Villagrán propugnaba en las aulas, lo ratificaba su propia práctica profesional: el desconocimiento de nuestros problemas, de nuestras necesidades, era el principal obstáculo para proyectar la nueva arquitectura. A fin de cuentas, el proyecto de la Granja Sanitaria y del Instituto de Higiene pudo llevarse a cabo gracias a la información obtenida en instituciones estadunidenses dedicadas al procesamiento de las mismas vacunas.
Villagrán corroboraba la inaplazable urgencia de conocer a fondo nuestros problemas, nuestro país, para poder tener éxito en la toma de decisiones. Esta tesis la expuso en su primera conferencia pública, cuando en 1931 la Sociedad de Arquitectos Mexicanos organizó la Primera Convención Nacional de Arquitectos Mexicanos. Ahí señaló: "Mis proposiciones van por ahora a concentrarse en los tres puntos esenciales que he desarrollado como fases de la producción arquitectónica; el primero se refiere a la investigación que denominé continua y que sirve de base común para los problemas particulares: el conocimiento perfectamente real de la situación social de nuestro pueblo en las distintas regiones de la República; pretendo fundar sobre este conocimiento, las soluciones que constituyen nuestra verdadera arquitectura nacional: de hoy: cimiento sólido, inconmovible, porque estará apoyado sobre la realidad misma de nuestras exigencias sociales; propongo emprender una obra de investigación social que reúna en un solo organismo de trabajadores a aquellos que se interesen por esta lenta labor de conquista cultural que forma parte este programa de acción". ¿Quiénes participarían en esta empresa de investigación que proponía Villagrán a la Convención Nacional? Antropólogos, sociólogos, higienistas, ecólogos, geógrafos y, dado que se trataba de una "labor de reconquista del país", sería obligación de "todos los universitarios mexicanos".
Cuando Villagrán expuso estas ideas y este programa de acción para sobre él fundar la nueva arquitectura, apenas tenía ocho años de práctica profesioiial. Se había recibido de arquitecto en 1923 y ya en 1926 fue nombrado presidente de la Sociedad de Arquitectos Mexicanos. En 1929 se le había encomendado la realización de un hospital que se convertiría en otro hito de la historia de la arquitectura moderna: el Hospital de Huipulco, que fue proyectado a partir del conocimiento del programa arquitectónico, esto es, de la suma de finalidades diversas que tenía que satisfacer como un hospital en el México agobiado por la crisis económica del 29.
En 1939 fue nombrado director de la Escuela de Arquitectura; cargo con el que se le reconoció públicamente como el maestro de la arquitectura moderna de México, como el guía, como el educador. Al poco tiempo inició la primera política de construcción de hospitales, colaborando con el doctor Gustavo Baz. A partir de aquí su obra como arquitecto corre paralelamente con la realizada en las aulas, exponiendo e insistiendo siempre en la fecundidad de la teoría para encontrar las mediaciones entre los más abstractos postulados teóricos y la aplicación de ellos a la realidad concreta. El maestro Villagrán los supo encontrar para su momento y bien podemos confirmar su vigencia actual en la medida y proporción en que todavía no es toda la arquitectura - ni siquiera la realizada por los profesionales de ella - la que se ejerce previo conocimiento de nuestra realidad nacional. En ese sentido, Villagrán es vigente y puede alentar a las generaciones futuras.
José Villagrán García ha sido el único arquitecto miembro de El Colegio Nacional; también lo fue de la Academia Nacional de Arquitectura; exmiembro de la junta de Gobierno de la Universidad Nacional Autónoma de México y dos veces galardonado con sendos premios nacionales, correspondiendo, uno, al de Artes y, otro, al Primer Premio Nacional de Arquitectura. Fue uno de los constructores más destacados de México. Entre sus obras se cuentan, además de las citadas: la Maternidad y el Deportivo Mundet, el Instituto Nacional de Cardiología, el Hospital Infantil, el Centro Universitario México, el Pabellón de Cirugía del sanatorio de Huipulco, el sanatorio para tuberculosos en Zoquiapan, el Hospital de jesús, la Escuela Nacional de Arquitectura, el Centro Inmobiliario América, el Rastro y frigorífico de la Ciudad de México, el nuevo Instituto de Cardiología y muchas más.
El maestro de la arquitectura moderna de México falleció el jueves 10 de junio, de 1982. Quien quiera encontrar al maestro Villagrán, que camine un poco por la ciudad de México.
Fuente: Arquired
Para aquilatar en toda su profundidad la aportación orientadora que la labor de Villagrán dio a los jóvenes arquitectos del segundo cuarto del siglo, es imprescindible tener en cuenta que la Revolución trastocó sustancialmente las condiciones materiales en que, a partir de ella, se iba a realizar la arquitectura, al poner a la orden del día la solución de los problemas masivos derivados de las reivindicaciones exigidas por las grandes masas trabajadoras del país. Si decimos que la irrupción de las exigencias de las clases depauperadas nunca antes habían sido contempladas o previstas por sector o clase alguna del país, tal vez nos acerquemos a expresar la magnitud del cambio.
Los arquitectos estaban acostumbrados a llevar a cabo grandes mansiones urbanas o solariegas de la vieja oligarquía terrateniente o de la nueva burguesía comercial e industrial. Fuera de estas obras, que sin lugar a dudas constituyeron el grueso de su producción arquitectónica, únicamente proyectaron y construyeron unos cuantos edificios gubernamentales y muchos menos de carácter comercial. Aparte de estas mansiones que les eran muy disputadas por todas las clases de "ingenierías", los arquitectos únicamente habían propugnado el embellecimiento de la ciudad y rescatado para ellos la asignación de todos los proyectos gubernamentales cuya proliferación imaginaron muy cercana a partir de los concursos que se habían convocado para construir el Teatro Nacional o el Palacio Legislativo. Si algo atrajo su atención, además de los dos aspectos ya indicados, fue la controversia no muy acendrada, por cierto, acerca de la procedencia de una orientación nacionalista dentro de la arquitectura.
Los pabellones con los que México participó en las exposiciones internacionales de 1889 y 1900, por ejemplo, así como, en la de Sevilla, en 1926, fueron prototipos de eclecticismo nacionalista. El nacionalismo indigenista y el neocolonial se disputaban la aquíescencia social ostentándose, cada uno de ellos, como el cabal y auténtico proseguidor de nuestra tradición cultural.
Como esta orientación nacionalista tan elementalmente asumida no encontraba campo propicio para desenvolverse, fuera de las escasas solicitudes gubernamentales motivadas por algún evento internacional, lo más a que dio lugar fueron las reflexiones que sobre el mismo tema llevaron a cabo dos destacados miembros del Ateneo de la juventud: José Vasconcelos y Pedro Henríquez Ureña, quienes plantearon en las postrimerías del porfirismo la posibilidad de erigir una arquitectura nacional no tanto a partir de las formas específicas de la arquitectura colonial, sino del empleo de los materiales tradicionales tales como la chiluca y el tezontle. Sólo dos voces, aisladas entre sí, se levantaron para proponer algunos criterios a partir de los cuales ubicarse ante la arquitectura del futuro.
Una fue la del ingeniero Alberto J. Pani, quien retomando un problema que no había encontrado solución en México a lo largo de siglos, hizo ver la importancia de la salubridad y de la higiene respectiva en las casas habitación de las clases pobres, principalmente, sin dejar de apuntar las consecuencias de dicha higiene en el programa general arquitectónico, así como en el criterio proyectual. La otra voz fue la del arquitecto Jesús T.Acevedo, miembro también del Ateneo, quien destacó el papel preponderante que los dos principales materiales de construcción, el acero y el concreto, iban a tener en el futuro de la arquitectura moderna, incomprensible sin ellos. Sin embargo, sea porque hicieron sus recomendaciones en el curso mismo de la fase armada de la Revolución, en 1916 y 1914, respectivamente, o sea porque Pani no resistió o por la prematura muerte de Acevedo, estas opiniones no encontraron mayor eco entre los arquitectos y, es más, todavía en el presente siguen sin encontrar pleno reconocimiento a su indiscutible papel de visionarios. Así pues, los arquitectos estaban completamente desarmados para enfrentarse fructíferamente a las exigencias arquitectónicas suscritas por las grandes masas; y si algo tenían en su haber, era una larga estadía en el eclecticismo estilístico de todo tipo: desde el neoclásico hasta el indigenista, pasando por el art noveau y alguna esporádica incursión en formas "exóticas", como más tarde las titularía Villagrán.
¿Cómo superar el eclecticismo arquitectónico y al mismo tiempo preparar a los arquitectos a las nuevas tareas que los solicitaban? Para Villagránosólo había un camino posible: exhumar la teoría de la arquitectura, revalorarla dentro del herramental profesional, anclarse en la esencia de la arquitectura ahí estudiada y, a partir de todo ello, dar a luz a la arquitectura que el país necesita: "esto que hicieron en el Renacimiento en el siglo XVII, es lo que tenemos nosotros que hacer. Ni neoclásico ni neocolonial; debemos buscar lo que nuestros problemas actuales nos exigen". ¿Cómo era posible esto? ¿Por qué podía Villagrán confiarle a la teoría de la arquitectura un papel a tal punto sobresaliente y decisivo en la reorientación de la práctica profesional?
La teoría de la arquitectura, desde sus remotos orígenes en el enigmático Vitruvio Polión, ha sostenido algunas tesis con el carácter de principios arquitectónicos, es decir, con el de piedras ancilares e inconmovibles de la arquitectura, a tal punto inherentes a ella que la más mínima desatención hacia cualquiera de ellas conlleva el riesgo inminente de no realizar una obra de auténtica arquitectura y derivar hacia la ingeniería o hacia la escultura. Uno de estos principios fundamentales es el que establece la obligada y consciente dependencia de la obra de arquitectura respecto de un momento histórico, de su localidad geográfica, de las condiciones climáticas, de la cultura local o regional y del uso específico que se le vaya a dar a los espacios solicitados. Estas exigencias insoslayables para la obra arquitectónica fueron resumidas desde aquellos tiempos en apotegmas teóricos que, en mucho, tenían el carácter de consignas doctrinarias: toda obra de arquitectura debe ser sólida, útil y bella. Sólo en la realización simultánea de dichas cualidades, a las que más tarde Villagrán ubicaría correctamente como valores únicamente en su encrucijada, se encontraba la arquitectura.
Estos principios son los que había respetado la gran arquitectura de todos los tiempos. La teoría de la arquitectura los había extraído del análisis de las obras mismas y en todos los casos se mostraban extraordinariamente prolíficos generadores e impulsores del talento compositivo y creativo de los arquitectos, mismos que habían sabido aplicarlos a cada caso concreto, particularizándolos, conectándolos con las circunstancias específicas en los cuales se encontraba cada uno de ellos y, en consecuencia, vivificándoles constantemente. Por tanto, era necesario retomarlos, extraerlos de la teoría, hacer ver hasta qué punto su desacato es lo que explicaba, justamente, el eclecticismo en que habían incurrido todos sus maestros, los arquitectos porfiristas. El pasado era un pasado de desorientación a consecuencia de una subestimación de la teoría arquitectónica. Es por ello que Villagrán convocó a todos sus alumnos y compañeros a hacer congruente la teoría explicada en las aulas de clase con la práctica profesional. Había en toda la arquitectura precedente un divorcio entre ambos elementos. De ahí derivaba toda la incongruencia que podía apreciarse entre la arquitectura que necesitaba un pueblo carente de recursos, que tenía necesidades insatisfechas por décadas, por siglos, y las obras y los estilos con que los arquitectos respondían a esos llamados.
En razón de ese inmediato pasado en que todos los estilos fueron petrificados y desnaturalizados al repetírselas indiscriminadamente sin parar mientes en la discordancia que había entre la cultura en que habían emergido y ésta, la nuestra, tan distante en el tiempo y en sus determinaciones culturales; en razón de que tal situación se apreciaba no únicamente en México sino que respondía a toda una etapa atinadamente calificada como "eclecticismo", los grandes teóricos franceses habían concebido otro principio arquitectónico conocido como el de la "sinceridad" arquitectónica, que pretendía no únicamente reafirmar la correspondencia entre las obras de arquitectura respecto de su tiempo histórico, no sólo enfatizar esa historicidad de toda obra arquitectónica, sino, al mismo tiempo, llevar dicha correspondencia a sus últimas consecuencias; es decir, hacerla hegemónica en todas y cada una de las partes o de los elementos arquitectónicos a fin de que la apariencia de la obra, su fachada, formara una unidad con su estructura resistente, y ésta con los usos y funciones humanos que se iba a desarrollar en sus espacios cubiertos. En el mismo. sentido, la sinceridad arquitectónica obligaba a usar los materiales con los procedimientos constructivos que les eran más propios y, al mismo tiempo, manifestar a ambos con plena sinceridad en el exterior. Como se ve, la teoría de la arquitectura procuraba la más cabal correspondencia, homogeneidad y congruencia del conjunto de la obra con cada una de sus partes. ¿Existe principio artístico de más abolengo que aquel que sostiene que toda obra de arte nos lleva a la armanía, es decir, a la concreción de la unidad de las partes y el todo?.
Éstas eran algunas de las tesis teóricas que se mostraron más fecundas para hacer germinar a la nueva arquitectura, la propia, la nacional, la moderna; eran conceptos y categorías que, además, mostraban su indisoluble imbricación. Villagrán había aprendido estas tesis de sus profesores, con quienes habían estudiado a Guadet, por ejemplo, el maestro francés en cuya teoría de la arquitectura estaban expuestos estos conceptos.
En sus clases de teoría de la arquitectura, en 1926, lo que importaba era encontrar la forma de hacer los conocimientos aplicables. Eran las mediaciones entre los grandes postulados y su instrumentación lo que con toda evidencia no habían podido encontrar los arquitectos porfiristas, quienes conocían a Guadet tan bien como el propio Villagrán. El problema, pues, se centraba en la posible aplicabilidad de aquellos inmutables principios a fin de que fecundaran la nueva arquitectura y no permanecieran estériles.
Villagrán encontró que en la propia teoría se hallaba el puente entre los principios y la práctica profesional concreta en un momento dado; para lograr una arquitectura útil y sólida, a la vez que estética, y cuyos elementos se trataran con sinceridad, era necesario partir del conocimiento profundo de nuestra situación nacional. Los arquitectos no podían resolver el problema socialmente hablando si desconocían las necesidades de nuestro pueblo. ¿Cómo resolver un problema si se le desconoce? En consecuencia, la arquitectura debía reivindicar la utilidad como uno de sus valores propios, pero ¿cómo hacerlo cuando se desconocía a qué grupos sociales iba a satisfacer, sus condiciones económicas, ideológicas, culturales, sus hábitos y costumbres?
En en el año de 1925 se le encomendó a Villagrán el proyecto de la llamada Granja Sanitaria, a la vez que el del Instituto de Higiene. Se trataba de contar con los espacios adecuados para elaborar la vacuna antivarilosa. Para ello, la granja necesitaba de establos para la inoculación de los animales, así como depósitos de forrajes, baños para los animales y los laboratorios correspondientes. Pero ¿qué pasó al momento de iniciar el proyecto?; ¿contaban los médicos con el programa arquitectónico? Dicho de otra forma, ¿sabían qué espacios necesitaba el instituto y cuáles eran las finalidades de cada uno de ellos a fin de que el arquitecto pudiera complementarlas todas? Nada de eso. Según se lee en la memoria respectiva: "se presentaron dificultades de carácter técnico debido a la falta de un programa de funcionamiento que permitiera deducir las condiciones arquitectónicas del edificio".
Así pues, lo que Villagrán propugnaba en las aulas, lo ratificaba su propia práctica profesional: el desconocimiento de nuestros problemas, de nuestras necesidades, era el principal obstáculo para proyectar la nueva arquitectura. A fin de cuentas, el proyecto de la Granja Sanitaria y del Instituto de Higiene pudo llevarse a cabo gracias a la información obtenida en instituciones estadunidenses dedicadas al procesamiento de las mismas vacunas.
Villagrán corroboraba la inaplazable urgencia de conocer a fondo nuestros problemas, nuestro país, para poder tener éxito en la toma de decisiones. Esta tesis la expuso en su primera conferencia pública, cuando en 1931 la Sociedad de Arquitectos Mexicanos organizó la Primera Convención Nacional de Arquitectos Mexicanos. Ahí señaló: "Mis proposiciones van por ahora a concentrarse en los tres puntos esenciales que he desarrollado como fases de la producción arquitectónica; el primero se refiere a la investigación que denominé continua y que sirve de base común para los problemas particulares: el conocimiento perfectamente real de la situación social de nuestro pueblo en las distintas regiones de la República; pretendo fundar sobre este conocimiento, las soluciones que constituyen nuestra verdadera arquitectura nacional: de hoy: cimiento sólido, inconmovible, porque estará apoyado sobre la realidad misma de nuestras exigencias sociales; propongo emprender una obra de investigación social que reúna en un solo organismo de trabajadores a aquellos que se interesen por esta lenta labor de conquista cultural que forma parte este programa de acción". ¿Quiénes participarían en esta empresa de investigación que proponía Villagrán a la Convención Nacional? Antropólogos, sociólogos, higienistas, ecólogos, geógrafos y, dado que se trataba de una "labor de reconquista del país", sería obligación de "todos los universitarios mexicanos".
Cuando Villagrán expuso estas ideas y este programa de acción para sobre él fundar la nueva arquitectura, apenas tenía ocho años de práctica profesioiial. Se había recibido de arquitecto en 1923 y ya en 1926 fue nombrado presidente de la Sociedad de Arquitectos Mexicanos. En 1929 se le había encomendado la realización de un hospital que se convertiría en otro hito de la historia de la arquitectura moderna: el Hospital de Huipulco, que fue proyectado a partir del conocimiento del programa arquitectónico, esto es, de la suma de finalidades diversas que tenía que satisfacer como un hospital en el México agobiado por la crisis económica del 29.
En 1939 fue nombrado director de la Escuela de Arquitectura; cargo con el que se le reconoció públicamente como el maestro de la arquitectura moderna de México, como el guía, como el educador. Al poco tiempo inició la primera política de construcción de hospitales, colaborando con el doctor Gustavo Baz. A partir de aquí su obra como arquitecto corre paralelamente con la realizada en las aulas, exponiendo e insistiendo siempre en la fecundidad de la teoría para encontrar las mediaciones entre los más abstractos postulados teóricos y la aplicación de ellos a la realidad concreta. El maestro Villagrán los supo encontrar para su momento y bien podemos confirmar su vigencia actual en la medida y proporción en que todavía no es toda la arquitectura - ni siquiera la realizada por los profesionales de ella - la que se ejerce previo conocimiento de nuestra realidad nacional. En ese sentido, Villagrán es vigente y puede alentar a las generaciones futuras.
José Villagrán García ha sido el único arquitecto miembro de El Colegio Nacional; también lo fue de la Academia Nacional de Arquitectura; exmiembro de la junta de Gobierno de la Universidad Nacional Autónoma de México y dos veces galardonado con sendos premios nacionales, correspondiendo, uno, al de Artes y, otro, al Primer Premio Nacional de Arquitectura. Fue uno de los constructores más destacados de México. Entre sus obras se cuentan, además de las citadas: la Maternidad y el Deportivo Mundet, el Instituto Nacional de Cardiología, el Hospital Infantil, el Centro Universitario México, el Pabellón de Cirugía del sanatorio de Huipulco, el sanatorio para tuberculosos en Zoquiapan, el Hospital de jesús, la Escuela Nacional de Arquitectura, el Centro Inmobiliario América, el Rastro y frigorífico de la Ciudad de México, el nuevo Instituto de Cardiología y muchas más.
El maestro de la arquitectura moderna de México falleció el jueves 10 de junio, de 1982. Quien quiera encontrar al maestro Villagrán, que camine un poco por la ciudad de México.
Fuente: Arquired
aguspedraza- Mensajes : 9
Fecha de inscripción : 30/03/2011
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